Para mí, cuál buen mexicano, el 21 de marzo empieza y termina con la palabra benemérito.
Ok, eso y con la imagen de Don Benito -no del gato ni del Duce- sino la estampada en los billetes de a veinte y en su upgrade de a quinientos, ese rostro a medio perfil en azul malsano fijado cual estampa en el punto de concentración de mis imaginarias meditaciones matutinas. Para mí (aspiren aire…), eso del mítico comienzo de primavera nada tiene que ver con pajaritos ni conejitos ni Bambi retozando entre campos de margaritas ignorando el hecho de que pronto empieza la temporada de cacería y de que ¡pum! se echan al plato a su mamá de un escopetazo y la película pasa de retozos alegres entre simpáticos animalitos a una tragedia griega sin decir ni agua va con lo de la orfandad aunado al incendio y ese papá que es todo un chavoruco venado. No, nada de eso.
Durante mis años estudiantiles dentro del sistema educativo de la SEP, algún día previo al 21 tocaba peregrinar a la Papeleria Glohuli (Glohuli significa “dueña jetona, mirada de, no jodas ¿ahora qué quieres?” en inventado) que estaba sobre Revolución donde ahora hay un Seven, a comprar la monografía del benemérito. Nueve imágenes resumiendo su vida, donde a chaleco la última era de la carroza fúnebre porque neta, ocho dibujitos resumen al héroe. Esto me pone a pensar en hacer mi propia monografía, aunque ocho imágenes me parecen mucho, porque asumo que al paso que voy dúdole tener una carroza fúnebre arrastrada por caballos blancos, perseguida por lloronas histéricas sacudiendo pañuelos moqueados. Visualizo, más bien, cenizas olvidadas dentro una cajita de Gamesa en la cajuelita de atrás de un Vocho pintado verde taxi.
Pero divago. Para quienes querían historia: nació en Guelatao. Para más, chequen la monografía.
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