Amanecí con un moretón en la rodilla. Me arden mis bíceps, tríceps y todos aquellas fibras corporales que en algún momento soñaron en convertirse en músculos en mi cuerpo y que la sufrida de AnaP sigue teniendo esperanza de que se desarrollen. Los golpes y el dolor sería mi culpa, claro, pero más se la echo al Gusano quien fue quien me llevó a escalar. Llevaba semanas enteras de andar duro y dale con que quería que me fuera con él a trepar una pared para escalar al gimnasio donde va tres o cuatro veces por semana, de esas paredes donde quienes le saben a lo de la escalada, como él, se trepan cual changos.
Yo por supuesto, fui el panda en la pared.
El panda panzón aterrado, aferrado a lo que fuera, colgado a chance cinco metros del piso, pero que yo veía en kilómetros.
“Empiezas en un cero” me aleccionó Gusano, “pero los ceros son básicamente escaleras, y vas a ver que en un ratito vas a estar en los tres y cuatro”. Los ascensos se miden en grados de dificultad calificados del cero al siete en los muros del gimnasio, aunque Gusano me aseguró de que hay otros sitios donde hay trepadas mucho más complicadas. Habiendo elevadores, pensé. “Los ceros” me explicó mi hijo de 18 años mientras él colgaba de un brazo a tres metros del piso, “son como para calentar músculos”. Aquí, su panda de cabecera, en los ascensos marcados como “cero” fue donde clarito vio pasar la película entera de su vida.
“Cuando te caigas” me explicó el fulano de como catorce años quien cobraba, rentaba zapatos, y de quien recibí una lección de dos minutos porque igual la hacía de Sherpa sensei, “es cosa de caer rodando” al tiempo que me lo demostraba, dejándose caer de una altura de como dos metros sobre los colchones al pie de la pared. “¿Para qué le explico a este mocoso que prefiero ser rescatado por el H. Cuerpo de Bomberos de ésta H. Ciudad antes de tirarme de esa altura?” pensé. Ya me podía ver, revolcándome en el piso, huesos rotos, humillado de haberme torcido cayendo de una altura de veinte centímetros, rodeado por millenials de barbas manicuradas, musculatura marcada, googleando para saber cuando habían dejado a Xin Xin salir del zoológico, filmándome para hacerme en un TikTok viral.
No obstante mi problema con las alturas y la arriba mencionada visual en blanco y negro, trepé. Con miedo, sí, pero trepe.
Logre escalar una pared marcada con dificultad “uno”, pero, ante la pena eterna de mi hijo menor, preferí perfeccionarme en los “ceros”. Los pandas somos de tierra firme, le intenté explicar mientras él colgaba de tres dedos, balanceándose de una ‘piedra’ a otra, escalando la pared sin bronca alguna.
No es excusa, pero es que el fin de semana fue largo, manejamos un par de veces a Austin, fuimos a la graduación de Miki. Hubo dos celebraciones de la universidad, una el viernes, la otra el sábado. La segunda, la final, la multitudinaria, fue en el estadio donde juega el equipo de fútbol americano y que el presidente de la universidad nos aseguró que es uno de los diez estadios más grandes del mundo, diez mil estudiantes atiborrados en el terreno de juego, vestidos de toga y birrete y alineados por los colores de sus distintas escuelas, y cuarenta mil papás, amigos, hermanos y abuelos aplaudiendo desde las tribunas. El ‘keynote speaker’ fue un cuate como de mi edad, billonario (uno de esos con plan -ya bastante adelantado- para salvar al planeta o sea que no hay porque angustiarse) y quien nos platicó acerca de su vida, empezando porque se consideraba el hombre más suertudo sobre la faz de la tierra, y porque cada uno nos tenemos que considerar igual de suertudos, explicándonos lo complicado que había sido su niñez, empezando porque no fue diagnosticado con dislexia si no hasta ya tarde en la vida lo que causó el que lo tronaran en primero de primaria y de allí p'al real, criado por una madre soltera quien trabajaba en múltiples chambas para sacarlo adelante, y a pesar de los esfuerzos maternos, continuó siendo un pésimo estudiante (nos compartió sus muy malos resultados de sus exámenes de la prepa) y de tropezarse varias veces hasta fundar su empresa, una financiera ‘con corazón’, (goodleap.com) y al final de su discurso, cuando felicitó a los recién egresados, llamó a su mamá a subir junto con él al estrado para que ambos felicitaran a los recién graduados, y ella, con un gran esfuerzo levantó su dedo índice y el meñique -que en la pantalla gigante se le notaban artríticos- para hacer la porra/señal de los CuernosLargos de la Universidad de Tejas en Austin, cosa que como papás nos rompió el corazón, pero que los chavos, sentados en el terreno de juego y acostumbrados a pantallas interactivas y a mensajes cantados y bailados, les pareció un tanto ‘blasé’ todo el discurso.
La celebración del día anterior había sido un tanto menos masiva, más íntima, celebrada en el auditorio donde juegan los de basquetbol y donde “solo” celebramos a los mil y pico estudiantes de la escuela de ingeniería que se recibían esa tarde, y en donde los fueron llamando, uno por uno, a recibir su diploma en el estrado. En ambos eventos hubo discursos, felicitaciones, canciones, gritos y llantos.
Miki estaba feliz. “Floté cuando dijeron mi nombre” nos admitió. Flotamos junto con él. En el iPhone filmé cuando, con su sonrisa, esa que deseo nunca se disuelva ni se pierda ni se olvide, pasó, vestido de toga y birrete y con un colgajo naranja alrededor del cuello que representaba el estarse graduando de la escuela de ingeniería, a recibir su constancia. En el video sale él, se escucha su nombre en el altavoz, y por encima de eso, se oyen nuestros gritos, esos chillidos que habíamos estado escuchando de otras secciones del auditorio cada vez que pasaba “su” graduado, y que se me habían echo tan forzados y un tanto ridículos e inútiles, pero que igual no pudimos evitar, el gritar su nombre, el chillarle porras y vociferarle como desaforados para que nos saludara, así como si a la distancia a la que estábamos nos pudiera escuchar, porque sabíamos bien de los sacrificios, el trabajo, las noches en vela, los sufrimientos de completar algún trabajo, la angustia de esperar una calificación, la rabia consigo mismo cuando pensaba haberse equivocado, de ir a hablar con profesores, con asistentes, de prepararse para un examen, para sus finales, de ver compañeros quedándose en el camino, de pasarse un verano en medio de la nada, de todo el esfuerzo que lleva haciendo años enteros, y nosotros que solo podíamos verlo desde lejos, desde donde estábamos sentados, apoyarlo a la distancia, y ya ahora, que toda la conmoción del fin de semana ya terminó, ahora solo le puedo desear lo mejor, observarlo de acá a irse a vivir lo que le sigue, pelear sus siguientes batallas, tropezarse, levantarse de esas caídas que son inevitables, luchar siempre luchar, pero la cosa es que muy dentro de mi hay un papá un tanto necio que lo que le urge es que mi hijo regrese a cuando tenía dos, siete, catorce años, para estar todos los días con él, para poder darle su beso de night night, arroparlo, protegerlo, prepararle su desayuno, sus albóndigas, su carne con papas, hacerle sus quesadillas, sus tacos de aguacate, platicarle las tonterías que les contaba cuando los llevaba en la Toyota a la escuela y verlo viéndome con ojos de que yo era el máximo conocedor de todo en el mundo entero, hasta sentarnos en la mesa del comedor y volver a escuchar todos sus opiniones y que se tuviera que aguantar con las mías observándome con ojos de que no era posible el que le hubiera tocado un papá tan menso, pero yo sabiendo que ya no, ni eso volveré a tener, de que ahora ya tiene 23 años y de que es un ingeniero y es un hombre, pero la cosa es que igual no puedo evitar el que se me haga un nudo de orgullo en la garganta cuando pienso en él, y se me arremolina todo cuando sé que ya no lo voy a ver todas las mañanas, sentarme en la mesa a verlo devorar, a opinar, a reírse, a ver diario esa sonrisa que me parece de las cosas más fantásticas que hay en el mundo entero.
El lunes voló a Europa. Se va con sus cuates por un mes a pasear. Luego regresa, encontrará alguna chamba de verano, y luego se irá a Londres para empezar con su maestría. Luego, a ver. Y yo, yo lo extrañaré aun más, lo sé.
Para eso le diste alas, me dicen, para que volara.
Y vuela. Lo sé, y me fascina verlo volando, a pesar de lo que diga ese papá necio y egoísta y retrograda y sentimental que tengo atorado.
Es que es eso, los pandas le tenemos miedo a las alturas.
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