Ayer, mi sobrino brincaba feliz alrededor mío, parecía frijol en sartén. Pitcheé cinco entradas completas, me dijo. Estaba que radiaba alegría, y no era para menos. Cinco entradas Miki, me dijo, en contra de los de la Liga Maya, solo me anotaron dos carreras.
Me dijo que tiene tres lanzamientos: la recta, que según me dice mi hermano la lanza cuál patada de mula; un _slider_; y un cambio de velocidad. Cuando yo jugaba, usar el cambio de velocidad me encantaba. Me fascinaba tomarle el pelo a los bateadores, usar la “engaña bobos” cómo la bautizó mi papá. Una buena engaña bobos consiste en, haciendo el mismo movimiento, bajarle la velocidad al lanzamiento para que el bateador haga el _swing_ antes de que la pelota pase por el plato de bateo. Se usa para cambiar de ritmo, destantear al bateador, engañarlo pues.
El beisbol fue mi vida durante años. Empezó cuando mis papás, al ver que a los cinco le pegaba a todo con un palo, en vez de llevarme a descifrar pruebas de Rorshach, decidieron inscribirme a la entonces Liga Azteca, que estaba en la subida a Santa Fe, a un lado de un tiradero de basura. Era un lugar rudo, la Liga Azteca. En mis años de jugador allá siempre fui El Güero. Quedaba lejos de la casa así que después de dos años de jugar con un uniforme de lana que me picaba hasta en lo más íntimo, se decidió el mudarme a la Liga Olmeca, la que está cuesta arriba de la Liga Maya. Alguna vez, como seleccionado, jugamos en la Liga Mexica. No sé del porque la obsesión con nombrar las ligas infantiles de beisbol por civilizaciones prehispánicas, supongo en honor del otrora juego de pelota aunque nunca vi que sacrificaran a nadie, a pesar de que algunos papás quizá hubieran sido buenos candidatos.
Contrario a lo que él andar por la vida golpeando cosas con un palo hubiera previsto, resulte ser lo que le sigue de malo al batear. Hay quienes les temen a las alturas, a las situaciones nuevas, pues yo, aparte de eso, igual le temía a estar dentro de la caja de bateo. Estar parado en ese rectángulo era enfrentar a mis demonios, y todas mis malas mañas salían a relucir al momento de batear: cuchareaba el bate; brincaba para atrás; cerraba los ojos. Ahora, aquel elenco de malas mañas forma parte esencial mis pesadillas, en donde siempre se incluye la arcilla, áspera y seca, de los domingos en la tarde en la Liga Olmeca.
Aun así, amaba al beis, aunque reservaba mi amor para cuando yo lanzaba. Pararme en la "lomita de las responsabilidades" era mi razón de ser. Las semanas las dividía entre cuando yo _pitchaba_ y lo demás. Dicen que el beisbol es un deporte de equipo, pero cuando el manager me saltaba en la rotación de pitcheo y me ponía a jugar una de esas posiciones de relleno como digamos jardinero derecho, de esos en que el jugador se para durante horas en el césped recogiendo pastito para masticar mientras ve como pasan las nubes, yo rogaba a los dioses del beisbol él que el pitcher de mi equipo tuviera una mala entrada, para que me pusieran de relevo. Eso de que el equipo ganara o perdiera me era irrelevante, yo lo que quería era que el compañero que estaba lanzando tuviera un mal día. Mis mejores sueños no eran de ninfas bailando semidesnudas cantando al son de La Negra en la playa, eran de estar lanzando.
Desde los cinco años, jugué, soñé, viví el beisbol. Todo se acabó cuando cumplí los dieciséis, edad en la que por alguna razón, los directivos de la Liga Olmeca cerraban las puertas a los jugadores. Un amigo, como cuatro años mayor que yo, pero años luz más experimentado en los pormenores de la vida y quien años atrás había sido mi manager, me invitó a jugar en una Liga "semi-profesional”. No sé exactamente que quería decir con eso de que fuera profesional a medias pero implicaba el viajar a distintos lugares dentro de la República jugando con rucos de como treinta y pico de años. En aquel entonces he de haber pesado entre catorce y dieciséis kilos, no más, y tenía la experiencia de vida equivalente al teclado en el que escribo. Ante la perspectiva de andar vagando con señores que eran un poco más jóvenes que mi papá, mi jefe no me dio opción, o estudias o estudias, me dijo. Por mera coincidencia, fue cuando descubrí que había niñas en este planeta, fiestas los viernes y los sábados, y bueno, mi amor por jugar el Rey de los Deportes disminuyó.
Ahora en día, disfruto ver la Serie Mundial, pero tampoco me arranco las venas si no veo los partidos. Le sigo yendo a los Dodgers, pero no puedo nombrar a más de cuatro jugadores de esos que ganan millones de dólares por andar escogiendo pastito para masticar y cuyos papás les dieron la misma opción que a mí. Gracias Pá.
En términos atléticos, a menos de que seas el pitcher o el catcher, el beisbol no es un deporte muy exigente. De vez en cuando, hay que correr, ya sea alrededor de las bases o persiguiendo la pelota en los jardines. Pero las distancias recorridas no logran subir el ritmo cardiaco. Ahora en día, los jugadores de las Ligas Mayores están esculpidos cuál dioses griegos, pero esto no se debe a las exigencias del deporte sino a la dieta rica en fibra del pasto con las que se alimentan en el jardín derecho.
A unas cuadras de distancia de donde vivo acá están los campos de beis de la colonia. Allí entrenan y juegan niños desde como los cinco años, hasta el equipo de la preparatoria. La única desgracia como espectador de un juego de los chavos de prepa, es que no venden cerveza. Hay pocas cosas en la vida que me gustan tanto como estar viendo un partido de beis con un jocho y una cerveza, sentado con alguien con quien pueda yo estar platicando mientras pasan los innings, sin importar quien juegue.
En el mismo campo en donde juegan los de la prepa, hay una liga de hombres ya mayores. Juegan los sábados y los domingos en la tarde. A pesar de que usan uniformes plagados de patrocinios, ya no es lo mismo: las barrigas de los jardineros derechos, el movimiento casi artrítico del pitcher, las reacciones del tercera base cuando le llega un roletazo. Es el mismo juego, pero ya no es lo mismo, pues.
Si estos jugadores adultos jugaran en contra de los de la prepa, no habría maña que les ayudaría a ganar. Pero durante esas siete entradas, los jugadores de mi edad se sienten de diecisiete años. Se los ves en las cara. Esas dos horas que dura el juego, los hombres vuelven a ser chavos, se pierden: sufren al momento de batear, brincan hasta donde sus panzas y su piernas reumáticas se lo permiten, se abrazan contentos cuando ganan. Concluido el juego, llegaran a sus casas, le presumirán del triunfo a sus mujeres quienes los escucharan pacientes mientras preparan las hamburguesas hasta que les digan ok, gracias por compartir, ahora metete a bañar. Y mientras están en las regaderas, sus recuerdos regresaran al juego, a las temporadas pasadas, a lo que pudo haber sido. Al día siguiente, llegaran a la oficina, al taller, al consultorio o donde sea que trabajen y ese recuerdo de estar parado en la caja de bateo, o esperando a que les caiga el elevado en el campo corto, se esfumará mientras el trabajo en el escritorio se acumula. Quizá habrá algún compañero en el trabajo que también juegue, pero la mayoría hicieron otras cosas con su fin de semana, fueron a pescar, vieron una película, arreglaron su Harley en el garaje. Ellos saben bien que a nadie le importa si lanzaste una entrada perfecta, si hiciste un double play maravilloso, si tu promedio de bateo está por encima de los trescientos.
Pero esto no sucede si por alguna razón te apellidas Castro, Chavez o Lopez. En estos casos, sigues creyendo que el beisbol es la vida, que debe de ser la de quienes te rodean, que tu promedio de bateo le es importante a todos. Crees que tienes diecisiete, que tu panza se esconde bien detrás de las letras manuscritas que cubren el frente de tu uniforme, que eres la segunda versión de Usain Bolt cuando corres a primera cuando pegaste un podrido que le llegó muerto al pitcher, que si no fuera porque a la pistola de velocidad que usan en tu liga le faltan unas doble AA confirmarías el que tu lanzamiento tiene la fuerza que la del mismísimo Toro Valenzuela en sus días de gloria.
Aparentemente cuando te apellidas Castro, Chavez o Lopez, ese desengaño se extiende a todas las fases de tu vida. Crees, por ejemplo, que tus palabras, esas que llegan elocuentes a tus oídos, esas que no puedes dejar de decir, que salen incansables de tu boca y que no hay manera de detener, divierten a quienes las escuchan, que no son somníferas para el resto de la humanidad.
No soy una persona complicada. Soy feliz con un poco de silencio, una cerveza, un jocho, y viendo un buen partido de beisbol en donde en algún momento, el pitcher lance una buena engaña bobos.