El ejercicio sádico del pasado jueves en el CrossFit fueron las marometas.
Yo no había hecho, o siquiera intentado hacer, una marometa ( o machincuepa como AnaP odia que les llame) desde como cuando tenía dos años, quizá menos, quizá in utero que fue cuando perdí toda dexteridad corporal. Mi niñez fue plagada de burlas ante mi ineptitud gimnástica. Mientras mis hermanas hacían vueltas de carro, mortales, flips y demás gracias tipo Nadia Comaneci, yo, bueno, yo sufría caminando por el puente colgante que tenían en el rancho de mi Tío Billy. O sea que hoy, cuando a los cincuenta y los que tenga de años (y medio) llegué al gimnasio con la sorpresa de qué había que hacer una marometa, dije, pues ni modo ahí voy. Y allá fui. El primer intento fue un espaldazo. La segunda metí las piernas antes de que las vertebras se me resquebrajaran junto con mi dignidad. Ya para la tercera, la atención de la clase estaba enfocada en mis esfuerzos. Para la decimosexta, el aplauso fue generalizado cuando la coach dijo “basta” seguros de que en cualquier momento alguien tendría que marcar al 911.
Cuando empecé ir al gimnasio no muy sabía lo que me esperaba. Pero lo que sí, me dije, es que movimiento que haya, movimiento que intentaré. Ni modo. Así, el jueves pasado, forcé a mi cuerpo el hacerse como cochinilla y rodar encima del colchón que habían puesto para tal efecto. Mi gracia es como la de una morsa con sobrepeso.
Por suerte, no nos han puesto a actuar.
He actuado, o bueno, me he parado un par de veces en escena, a hacer, lo que un actor llamaría trabajo, pero cuando yo lo hago se llama ridículo. La primera fue en pre primaria, cuando la Miss Gina tuvo a bien el dirigirnos en una representación teatral de Three Blind Mice. A mí me tocó ser el ratón ciego número tres, cuya actuación no es en nada distinta a la de los dos ratones ciegos números uno y dos, excepto que, por ser el tercero, daba más vueltas tratando de espantar a la granjera. Seré honesto y admito que no me acuerdo del destino final del ratón ciego número tres, aunque asumo que no fue distinto al del ratón ciego número uno y dos. Pero mi ratón ciego número tres corría sin motivo ni son, nunca, como se dice en el medio, me compenetre al personaje. Supongo que sería fácil el echarle la culpa a la dirección de la obra porque nunca entendí la motivación real del ratón ciego para andar asustando a la pobre granjera en la tarima que tenían en la Iglesia de St. Patrick’s en la Bondojito. Es probable que mi motivación haya sido terminar lo antes posible con la obra porque las mallas negras que me enjaretaron me picaban hasta en los aun inexsitentes pelos en mis piernas. Hasta allí llegó mi experiencia actoral en primaria, aunque a través de nuestra cuenta compartida del Whats’, mis compañeros del Junipero hablan de una puesta en escena del Mago de Oz, inclusive enviando fotos, pero si es que estuve en esa representación, mi memoria tuvo a bien el esconderla dentro de esos rincones inalcanzables de mi mente.
Habrían de pasar muchos años antes de que yo subiera a escena de nueva cuenta, ésta vez ya en segundo de secundaria, en el Edron. La representación la llevamos a cabo solo para los compañeros de clase en el espacio reducido en donde estaba la tarima dentro del gimnasio, dirigidos por la bien intencionada de Miss Abbott, por quien todos los varones de segundo de secundaria suspirábamos, pero que por alguna inexplicable razón prefirió establecer una relación sentimental con el profesor de química en vez de con alguno de sus alumnos pre pubertos. La obra fue una representación del Hobbit, pero la bien intencionada de Miss Abbott se desesperó con nuestra actuación y la obra nunca prosperó. Yo era uno de los dwarfos que llegan a la casa de Bilbo, recitando mi línea de “ya llegue” con el aplomo de Sir Laurence Olivier.
Sigo esperando a que me llamen de Hollywood a que plasme la palma de mi mano en la avenida de las estrellas.
El problema es que desde entonces, nomás falta el ver una tarima, o tener una cámara que me filma para sentir hasta el interior de mis cejas húmedas de sudor.
Es por eso, hablando desde el podio de mi amplia experiencia, que puedo asentar sin que la voz me tambaleé, lo complicado que me parece es, el oficio de actuar.
De cine y de películas, todos somos expertos, de eso no me queda ni la menor duda. En los Oscares, todos sabemos cuál debió haber sido la mejor película (Roma), quien debió haber sido la mejor actriz secundaria (Marina de Tavira, en Roma), quien debió haber ganado el Oscar al perro más cagón (el Borras, en Roma).
Pero la realidad es que no me importa si consideran que Roma es una buena o mala película, cada quien su opinión, lo que no entiendo es atacar a Yalitza Aparicio que porque quesque no sabe actuar. Lo anterior surge de leer esos comentarios envidiosos en Twitter de gente que apenas conozco que opinan de que ni hace nada en Roma, vamos, que ni actúa. Supongo que es esto último lo más molesto por racista, clasista y elitista, aparte de que claro, se les olvida cómo nos rompió el corazón en las escenas del hospital y la del mar. Decir que no actúa es asumir que por ser morena y oaxaqueña debe de saber, de nacimiento, como ser sumisa, saber barrer, trapear, cocinar, doblar ropa, usar el Fab Limón, ser las nana de los niños, ser comprensiva, maternal, y hacerla de soporte familiar, es decir, por su origen, catalogarla cual sirvienta.
Como si todos de nacimiento, portáramos el gen de la machincuepa.