Artículo originalmente publicado en letrasenlafrontera.org
Es apenas mediados de enero y acá, en Texas, el espectro del calor de verano se empieza a vislumbrar, un mal inevitable, una visita anunciada de la suegra.
No fue así hace cinco años, pensé. Hace cinco años, casi a la fecha, recién desempacados, justo después de que en Ciudad Juarez nos cuestionaron, pincharon, midieron, pellizcaron, pesaron y nos inyectaron no sé cuantos líquidos viscosos en aquel enorme consultorio médico para luego ser guiados al consulado donde nos circularon por un laberinto de salas de espera, no fue así. Hace cinco años el calor del verano era una promesa: era el traje de baño para pasar el día en la alberca; era la ráfaga de aire gélido al entrar a cualquier edificio; era no entender lo que es pasarse cinco meses en el infierno.
Aunque mis hijos se quejan como adolescentes qué son, porque vamos, a su edad están contractualmente obligados a saber que sus papás no saben nada de nada, la verdad es que los tres se acoplaron muy rápido a la vida de éste lado. Entre empezar en una escuela desconocida, el tenis, el fucho, nuevas amistades, -la novedad de todo pues- integrarse fue muy rápido para ellos. Agregándole esa maravilla que descubrieron de poder usar shorts todos los días y de tener la posibilidad de vagar por las calles sin nuestra constante supervisión, se compenetraron sin dificultades.
A mí, en cambio, me quedó el shoquearme a cada rato con palabras que acá se aceptan como si pertenecieran al idioma castellano pero que mi corrector de la compu subraya en rojo, enojada, reclamándole a la Real Academia que venga a poner orden acá en Texas. Palabras como taxas, aseguranza, troca, rufero, que se usan sin que nadie levante un dedo para corregir ni detener, me ofendían, después de todo, yo creyéndome defensor de la lengua de Cervantes, de Unamuno y de García Márquez, nomás no podía aceptar estas aberraciones. Yo, que enarbolo palabras como las que están escritas en el Quijote, que si supiera su significado usaría en mi lingo diario -vellorí, frisaba, rocín- aquí me enfrentaba solo ante ésta vorágine de palabras inventadas, adoptadas del idioma inglés, inexistentes en los anaqueles de la RAE.
Acá me quedé sin cómplices, no como cuando en el entonces DeFe escuchabas a alguien decirle “cabello” al “pelo”, o “carro” al “coche” y había una colmena de cejas arqueándose, sabiendo de inmediato que había un cierto arraigo del parlante a la provincia mexicana del cual, tus modos, pero más tu lenguaje, ya se había desentendido por lo menos desde una generación atrás.
Llegué y me encontré desterrado, en una isla, sin nadie con quien voltear a ver cada vez que se pisoteaba el idioma, sin nadie con quien jalarme los pelos cuando escuchaba al plomero referirse como pipas a la tubería, al jardinero decir que podaría la yarda, al tablaroquero hablar de los cracks en la pared, al del seguro tratando de venderte una aseguranza para tu coche. ¿Dónde quedó, pensé, el hidalgo de Cervantes que hubiera defendido con “lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor” tales atropellos en el hablar de quienes viven de este lado de la frontera?
Pero luego empecé a conocer a estos Quijotes que dejaron todo en búsqueda de una mejor vida para los suyos, buscando oportunidades que no encontraban en sus tierras de cuyos nombres les es imposible él no acordarse. Conocí al jardinero, el hondureño que se ha dedicado a podar, plantar árboles, levantar bardas, a viajar de un lado al otro de la ciudad en su troca, empezando a trabajar en su primera yarda al momento en que se aparece el sol y no deteniéndose sino hasta que se despide en las tardes con una sonrisa que no se le derrite a pesar del calor; al tablaroquero chilango, Puma de corazón, quien sin hablar una jota de inglés, ha aprendido a armar decks, coquear pisos y a hacerla de contractor, de lo que se ofrezca, porque tiene una hija que es buena en la escuela y quiere enviarla a la college; o al de los aires acondicionados, un norteño de Sinaloa, quien estudió y tiene su degree y se las sabe de todas todas cuando de aparatos para el cooling se trata; y ya ni digo de todos los papás del equipo de soccer de la high school, quienes sufrimos en conjunto cada vez que los del otro equipo faulean a los nuestros, y con quienes me lamento cuando pierde nuestro equipo, argumentando que no hubo ni chanza para ganar.
Las letras son puentes, van y vienen, soportando palabras, ideas, proyectos, llevándonos de donde estábamos a dónde estamos, transportando todo, recuerdos, ilusiones, Dulcineas envueltas en la figura de esperanza. Si alguien quiere ofenderse con estas nuevas palabras, con este idioma que se enriquece, con esta inmersión de soñadores que hace que las palabras nazcan, florezcan, que sean aquellos que decidieron el ponerle subtítulos en “español de España” al “español mexicano” en la película de “Roma”, o peor aún, los que no saben que ese muro que quiere construir aquel Caballero Naranja de los Espejos, es un mero molino de viento, y que por encima de cualquier muro pasa un puente, o miles, y que no seremos nosotros los que pongamos las trabas.
Admito, hay días que extraño la ciudad, mi comida, mis amigos, mi familia, el verano con las tardes de lluvia. Esa ciudad en donde sí entendemos que no debemos de inventar palabras sabiendo bien que en el DeFe se habla la verdadera lengua del Quijote, ese hidalgo que de vivir allá pediría su tlacoyito con un chirris de salsita, sentándose con todo y armadura en la silla chafita de algún changarrín, suspirando y diciendo, no pos no, aquí sí que uno se la pasa uno chido… padrísimo, pues.