Odio HomeDepot. No era así cuando llegamos, mi odio ha evolucionado. Al principio, me enredó con sus encantos, pasillos amplios, delirante surtido, rebajas irresistibles. Pero como la bruja de La Bella Durmiente, pasó el tiempo, y fue cruel. Eso de poder encontrar todo lo que uno requiere para construir, destruir, remodelar, disolver, y eliminar cualquier cosa en casa o jardín, me angustia. Pero al principio era todo lo contrario: ¿Qué más quisiera uno que poder encontrar cinta adhesiva color fucsia, pinzas con el mango de marfil de cuerno del último unicornio, y un lanza fuegos, todo en el pasillo 14?
Lo comparaba con la tlapalería que teníamos a la vuelta de la esquina en la Guadalupe Inn en la CdMx, la que está enfrente de la tortillería, a un lado de lo que era la farmacia que atendía una mujer con cara de Roz, la de Monsters Inc., pero que se movía cual bailarina detrás del mostrador, donde ahora es un lugar de comida corrida. El olor al entrar a la tlapalería es una bofetada entre metal, sudor y lubricante. Los que atienden son los mismos de toda la vida, su bata azul manchada de pedidos anteriores, con cara de que llevan allí desde que salieron del utero, y que, cuando les pides un tornillo te ven con ojos de «¿y este idiota qué?», y con voz cansada, comprensiva y burlona te preguntan «¿tamaño?» y tu te les quedas viendo como cuando el maestro de sexto te preguntaba la masa atómica del plutonio, porque no sabes que los tornillos vienen en distintos tamaños y les contestas «pues como así» dándoles la medida con el pulgar y el índice «y asá de ancho» y ellos te ven con cara de paciencia infinita, sabiendo bien que no tienes más remedio que el comprar una docena de tornillos de distintos tamaños porque no sabes si el que necesitas es de un octavo, dos octavos o de cuarto menguante, y te terminan dando tu kilo de tornillos envueltos en un cucurucho del Ovaciones del día de ayer.
Pero el HomeDepot tiene todos los tornillos jamás concebidos, y si no le das al ancho, al largo o al color, se lo regresas, te reembolsan y tan tan. Los de devoluciones ya son mis íntimos porque eso de tomar medidas antes de empezar un trabajo no es lo mío. «Bill» o «Billy» o «Mac» los saludo, y sonríen mientras escanean el producto devuelto, lo avientan dentro de una caja de deshechos y el dinero regresa a mi tarjeta. No questions asked.
A pesar de las sonrisas, del buen servicio, del surtido y de los amplios pasillos, lo odio porque tienen todo y puesto de tal manera que es inevitable comprar esa cinta métrica que no necesitas, pero que nunca sabes cuando necesitaras una de 100 metros (de veras existen). Lo odio porque me gana. Voy buscando un clavito para colgar un cuadro, y regreso a la casa con unas tijeras para podar ramas, una cubeta naranja que dice “Let’s do this”, un taladro inalámbrico y, aunque no me gustan, un Milky Way.
La mercadotecnia me gana, de todas, todas. Si se ve bonito en la tienda, caigo como zopilote en carretera. Irresistible. Y no soy el único. Los carritos en las cajas siempre están que vomitan, y encima de todo, un Milky Way.
No es la única tienda que nos gana con sus argucias. Basta ver los closets repletos de zapatos, los refrigeradores hasta el queque de porquerías, o la expectativa que causa la salida del nuevo iPhone, para saber que todos estamos enganchados.
Bolsas, relojes, zapatos, corbatas, coches, vinos, películas, Twitter, Face, restaurantes.
Y Armas.
Cualquier calibre, la potencia que usted guste y mande.
Y por eso volvió a suceder hace unos días: otra masacre en una preparatoria, ahora acá en Texas, solo que esta, como “solo” fueron diez masacrados, su permanencia en las noticias fue breve.
Cuestión de tiempo a que suceda otra vez. Cuestión de tiempo.
Y es que ¿cómo no?
En todas partes ensalzan lo glorioso de las armas de fuego: espectaculares, películas, videojuegos, noticias.
Y con eso de que tener una o mil esta protegido por el sagrado derecho establecido en la sagrada segunda enmienda de la Constitución Norteamericana, los “gun shows” acá, abundan. No sea que haya que defenderse de cuando regresen los ingleses al Potomac, o para cuando haya un ataque zombie.
Se glorifican, se ensalzan, se presumen, se protegen, se promocionan. No hay manera de evitar su presencia, no hay manera de que mentes moldeables, influenciables y susceptibles no se enamoren del poder absoluto que promete darles una AK-47.
En días pasados, el gobernador tejano sostuvo mesas redondas intentando resolver el problema. Se llegaron a veintidós puntos para intentar hacer las escuelas más seguras, ninguno de las cuales fue limitar el acceso a la adquisición de armas: mejor almacenaje de las armas en casa; más eficiencia a la hora de reportar armas robadas o extraviadas; más blindaje a las escuelas, mayor seguridad a las entradas. Pero de la compra y venta de armas, nada.
Acá se preguntan del porque estas cacerías escolares no suceden así en otros países, y excepto la de Monterrey, no me viene a la mente ninguna otra. Lo triste es que les da miedo concluir que no importa quien eres, tienes derecho a comprar una AK-47. O mil.
No sé en que punto se darán cuenta de que los últimos grandes cambios dentro de este país se han dado de manera pacífica: el derecho al voto, primero a las mujeres, y luego a los afro-americanos.
Detener estas cacerías no sucederá gracias a grupos armados. Solo se podrá dar por mamás y papás reclamando mejor educación y menos armas; por grupos de estudiantes que no quieran ser la siguiente víctima y reclamen menos armas.
Menos armas. Cualquier otra cosa es una estupidez.
No hacer nada es esperar a que suceda en la escuela de tu hijo, sean ellos quienes estén escondidos debajo del escritorio escuchando los pasos, las balas, los cuerpos cayendo.
Venados en temporada de cacería.
Y el problema es que con tantas noticias que nos distraen, solo nos queda esperar a que llegue el siguiente loco armado para que otra vez haya reclamos.