Cada vez me resulta más complicado el no apantallarme con los logros de mis hijos, haciendo que esta chamba de ser papá me resulte cada vez más intimidante. Este próximo sábado mi hijo mayor lanzará, junto con sus compañeros de clase, un cohete enteramente diseñado y fabricado por ellos (a él le tocó diseñar y armar el cono), cohete que de funcionar conforme expectativas, romperá la barrera del sonido; mi segundo es un artista, sus dibujos y pinturas acaban de ser exhibidas en los pasillos de la prepa. Sé que llego a la casa cuando lo escucho tocando su guitarra o el piano; y el menor, aparte de tocar su violoncello con una dedicación absoluta, construye torres de madera balsa con las que compite semanalmente en las “Olimpiadas de Ciencias” y participa en competencias de conocimientos científicos que hace que me llegue con preguntas como «oye Pá, ¿sabes de lo que esta compuesto el Triuliminium que usan en el acelerador de partículas en CERN?» como si yo supiera con que se come de lo que me habla.
¿Mi proeza en el 2018? Cambiar los herrajes de plomería de un escusado sin haber roto la taza, ni haber inundado Tejas, y todo en menos de cinco horas. Solo tengo un par de tuercas que me sobraron, por si le sirven a alguien.
Pocos papás dejarán de presumir las hazañas y los logros de sus hijos, ensalzándolos desde ese primer ultrasonido, «fíjate mi amor como se mueve, se nota que va a ser ingeniero / artista / descubridor del Triuliminium». Falta verlos patear por primera vez un balón de fútbol sin tropezarse, que ya les tenemos el uniforme, y les aseguramos el futuro de Lionel Messi. Es como es: nos enamoramos de ellos y no podemos más que presumirlos. Seguro que Abraham presumió ante todos los vecinos de las Tierras de Canaán lo bien se había portado su hijo Isaac cuando lo ató a la piedra en la montaña después de avisarle que lo tenía que sacrificar por órdenes celestiales.
Todos queremos que nuestros hijos sean, cuando menos, gente de bien, honestos y trabajadores; que cuando se metan en problemas tengan la capacidad para desatorarse solos, y que no se atolondren inclusive cuando sus propios padres la estén regando. No ser como el tal Isaac pues, quien debió haber tratado de razonar con Abraham, «a ver Pa, ¿seguro que las instrucciones eran de sacrificarme? ¿A mi? ¿No habrá pedido un borrego? ¿Mínimo le pediste instrucciones por escrito?» Después de todo, según la Biblia, Abraham tenía cien años cuando nació Isaac y entre senilidad y cerilla acumulada, existe la posibilidad de que en vez de estar escuchando voces del más allá, solo era su esposa, Sarah, pidiéndole que fuera al Costco por una docena de huevos.
Como papás, es para lo que vivimos ¿no? Para nuestros hijos. Le batallamos en los frentes que sean necesarios para que tengan un mejor futuro, inculcando que ellos a su vez luchen para darle lo mismo a los suyos. Por eso no podemos entender a Abraham tratando de sacrificar a Isaac, porque preferiríamos hacer cualquier cosa antes de poner en riesgo la vida de nuestros hijos. Por eso peleamos para que haya paz, para que nuestros hijos nunca tengan que ir a la guerra, para que nunca los pongan de carne de cañón, porque por más que se glorifique la causa justa de un ejército, la tarea final de un soldado es la de andar matando hijos. Hoy los tuyos, mañana los míos. Por eso peleamos el que prevalezca la justicia, para que nadie los pise, para que todos tengan las mismas oportunidades.
Supongo que por eso no puedo dejar de pensar en los papás de los tres estudiantes del CAAV en Guadalajara, asesinados, sus cuerpos disueltos en ácido. No puedo quitarme esa imagen de encima de lo que debe de ser, como papá, el que te lleguen con la noticia de que ya no podrás presumir de ellos, ni pensar en como apoyarlos en sus causas, en sus proyectos, ni podrás verlos sonreír ni llorar, ni podrás enamorarte de ellos, de lo que hacen, aprenden, descubren, porque lo único que podrás pensar de ahora en adelante es que sus cuerpos fueron aventados sin titubeos dentro de unos tinacos en la calle Amapola, y ahora flotan, disueltos en ácido sulfúrico. Y es que hoy son tres estudiantes, cuarenta y tres hace tres años, doscientos mil en los últimos doce años. Hoy es la Universidad de Guadalajara, mañana Ciudad Juárez, pasado Nuevo Laredo. Son padres sin hijos, hijos disueltos en ácido.
Difícil explicarles a estos papás, sus hijos disueltos en ácido, que nos puede ir peor, que su voto por un cambio prometido pone en peligro a México. Difícil explicarles.
Pero, hay que intentarlo porque el populismo ha arrastrado a mayor miseria a otros países en Latinoamérica, países sin la violencia que ha traído el narco a México. Después de todo, ¿qué más quisiéramos que creer en la fantasía de que un solo hombre nos puede salvar? ¿Qué más quisieran esos papás regresar el tiempo, poder abrazar a sus hijos? ¿Qué más quisiéramos que entre los Avengers, salvando al mundo, estuviera el Mesías Tropical, salvando México? Pero no es así. Es solo un cuento.
El Mesías Tropical ya nos aseguró que sabe como resolverlo todo: corrupción, crimen, violencia, pobreza, narcos. Pero las cosas como son: no tiene una fórmula mágica. Los narcos existen porque hay mercado; hay violencia porque se pelean plazas; hay muertos porque están en guerra; hay pobreza porque no hay educación; y no hay educación porque los marginados significan votos.
Si alguien dice que tiene una receta mágica para acabar con la violencia, con la corrupción, el no haber usado su solución antes, cuando hoy se necesita, es una mamada. Si la tiene y se la guardó, en sus manos también están los muertos. Si alguien dice que sabe como resolver los problemas de México; si presume saber como acabará con la pobreza; si nos asegura que sabe negociar con los narcos para lograr la paz y que este conocimiento no lo ha usado para no mancharse las manos y ganar la elección, me queda claro que esa persona solo persigue el auto retratarse en los libros de la SEP con una banda presidencial.
Que bien que nos diga que él no es corrupto, que es honesto. Muy bien, que bueno. Felicidades. Igual lo somos la mayoría de los mexicanos.
Incluyendo a los tres estudiantes del CAAV en Guadalajara.
Y sus papás también.