La otra noche preparé albóndigas. Mi mujer se queja que porque son muy grandes, mis albondigas, casi del tamaño de una pelota de tenis. Así son. Estas albóndigas gigantes de carne y arroz me recuerdan a las que se servían en casa de mis papás. Las preparo cada tres, cuatro semanas, porque a mi hijo mayor le fascinan. No que a los otros dos hijos no les gusten, solo que de lo que cocino, las albóndigas son el guiso favorito de mi primogénito. Las disfruta con una gula sabrosa. En una sentada se zampa cuatro, dejando otro tanto en la olla, mismas que terminan su vida útil al día siguiente cuando llega al mediodía de la escuela. Me encanta/asombra/inspira/asusta ver como se sirve una tras otra con ansia digna de adolescente. Eso si, al comenzar la cena es muy recatado: la primera servida son solo dos albóndigas junto con los chayotes con orégano con las que las acompaño. Su permanencia en el plato es breve. Con plato limpio, en silencio, y creyendo en que nadie se fija, se levanta y se sirve una tercera albóndiga, olvidándose, ahora si, del chayote, y se enfoca como dice un amigo “en lo importante”. No tarda mucho en levantarse una última vez, y así como que no queriendo, llega con la cuarta albóndiga servida a la mesa. Mi mujer ha intentado el que las aderece con chipotle, pero él las prefiere solo con el caldo de jitomate. Esta semana anduve acatarrado, cerebro congestionado, concentrándome más en no moquear que en mis preparaciones, por lo que a las albóndigas se me olvidó el ponerles sal, y estaban, lo admito, desabridas. El haber echado a perder “sus“ albóndigas lo consideró un error imperdonable, un insulto, y las castigo comiéndose solo un par. Ni siquiera se acordó de la existencia de las albondigas en el refri y prefirió comer algo más cuando al día siguiente llegó a comer de la escuela.
Al momento de terminar su práctica de fútbol en la escuela y llegar a la casa, mi segundo hijo se pasa el resto de la tarde tocando guitarra. Gracias al YouTube, ha aprendido varias canciones, mismas que practica ad nauseam en algún rincón de la casa. Cuando tiene que estudiar para algún examen escolar, lo hace guitarra en mano, el libro abierto a su lado. Le va bien en la escuela o sea que no ponemos peros a su método de estudio. Tiene sus dos obsesiones: la guitarra y el fútbol. Es defensa central en el equipo de la escuela, y pasa un par de horas cada tarde persiguiendo el balón, girando instrucciones a sus compañeros y bueno, más que nada, sudando. Así que la primera orden que recibe cuando llega a la casa es que proceda a bañarse, pero la guitarra lo reclama y de repente, ya es hora de cenar y sigue sudado y pegado a las cuerdas. Inclusive, mientras escribo esto, escucho a Knopfler, Croce, Clapton, Jagger y Harrison en secuencia, aunque de unos días para acá, John Meyer es su último ídolo y un par de sus canciones se han colado en el repertorio. Este diciembre pasado se compró una guitarra eléctrica, aunque sospecho que la acústica, la que le regaló un vecino en el verano, es la que realmente le gusta, y pasa las horas, como diría mi papá, “raspando las cuerdas”. Sé que antes de cenar, habra que gritarle (recordarle) que se tiene que ir a bañar para poder sentarnos a la mesa sin que su presencia nos recuerde, a golpe de olor, de las dos horas que pasó corriendo en la cancha de fútbol. Cuando finalmente se baña, a modo de pijama, se pone una camiseta limpia del equipo de fútbol de la escuela.
Mientras preparo las albóndigas, nuestro hijo menor, quien pasará a ser adolescente en un par de semanas (pido rueguen a los dioses por nuestra sanidad mental), construye torres con palos de madera balsa. Extiende los planos que él previamente diseñó y trazó sobre del piso del pasillo principal de la casa, a un lado de la cocina y de donde duerme Chorizo, nuestro perro bóxer. Las torres las construye porque desde el semestre pasado participa en el equipo de la escuela en las “Olimpiadas de la Ciencia”. Sus torres tienen que tener cierta altura, no pasar de cierto ancho, ser lo más ligeras posible, y poder soportar un peso de hasta quince kilos. La primera torre que hizo en el año la construimos juntos, y se colapsó al momento en que le pusieron trece kilos encima. Las subsecuentes torres las ha diseñado y armado él solito, con distintos niveles de éxito. La torre que construyó para la competencia del sábado pasado estaba muy endeble y no aguantó el peso, por lo que ésta semana se pasó horas maquinando en como reforzarla. Cuando dibuja el diseño de la estructura, me pregunta qué como la veo, qué si creo que aguantará. Trato de poner mi cara de conocedor, escondiendo la de what para cuando me enseña su tarea de matemáticas. Sé que no me queda mucho tiempo de que se de cuenta de que él sabe más de diseñar torres de lo que jamás sabré yo. A estas alturas de su vida, aun me escucha y toma en cuenta mis sugerencias. Entre que la diseña, dibuja, corta y pega, la torre, en sus distintas etapas de construcción, adorna el pasillo de la casa toda la semana hasta que el viernes la mete dentro de una caja, y la transporta orgulloso a la escuela.
Gracias a la necedad del “derecho de portar armas”, diecisiete papás de la preparatoria Margaret Stoneman Douglas en Florida, por mencionar unos, no podrán, ni esta semana, ni nunca jamás, volver a compartir momentos con sus hijos.
Pero acá me insisten que el no venderle metralletas a los adolescentes no ayudaría en nada para resolver estas matanzas.
Eso dicen.
Solo sé que a nosotros nos gusta cenar albóndigas al son de John Meyer, cuidando de no pisar la madera balsa regada en el piso.