A mi amigo El Roli, con quien comparto este amor ridículo.
Tenía poco más de ocho años cuando me enamoré por primera vez. Como comienzo suena romántico, pero en realidad miento, aquella fue la segunda ocasión. La primera vez que me enamoré fue de mi maestra de pre primaria, miss Gina, a quien y seguramente por celos, mi mamá describía como “una güerita cualquiera”. Quizá. No me acuerdo de ella. Solo que era perfecta, aunque a diferencia de Madame Macron, no me esperó ni siquiera a que yo pasara a primero de primaria y se casó con alguien más “apropiado en edad”, despedazando así, mi corazón de seis años.
Con ese segundo amor sin embargo, he vivido toda la vida, así que tómala miss Gina, espero que hayas tenido una bonita vida y que tu amor haya sido tan fiel como lo he sido yo con el mío. Ese segundo amor brotó del odio. Odie todo lo que tuviera que ver con los Atléticos de Oakland: su uniforme verde y amarillo; sus jugadores jipis, barbudos, bigotones y de pelo largo y con nombres exóticos que llevare grabados a mi lecho de muerte “Sal Bando” “Rollie Fingers” “Catfish Hunter”; pero más que nada, odiaba el que hubieran llegado tres octubres seguidos a la Serie Mundial. Por eso empecé mi amor con los Dodgers. Porque en octubre de 1974 llegaron a la Serie Mundial y le hicieron frente a los imbatibles y odiosos Atléticos. Y perdieron. Mis Dodgers perdieron. Tenía ocho años y era la segunda vez que me rompían el corazón.
Desde entonces me identifico con ellos. Razono lo ridículo que es, pero no lo puedo evitar. Será una definición de amor ridículo el depositar tus sueños y expectativas inalcanzables en algo o en alguien, pero no lo puedo evitar.
Pensé que ese amor lo había perdido con el paso de tantos años, después de todo, los Dodgers no habían llegado a una Serie Mundial desde 1988, cuando yo todavía estaba en la universidad y no pensaba ni en casarme ni en tener hijos, y sólo tenía la firme intención de convertirme en ermitaño, vivir en una choza en medio de la nada, barbudo, bigotón y de pelo largo.
Pero ahora que los Dodgers están de nuevo en la final, no dejo de sufrir en cada encuentro.
Entiendo lo infantil que suena, pero como el Vizconde de Valmont en Les Liaisons dangereuses, admito que la situación ésta “más allá de mi control”.
El mío no es un amor celoso y en ese espacio para amores ridículos, mi corazón incluye un hueco para equipos en otros deportes, pero en estos momentos está ocupado con los Dodgers.
Entiendo que son esos amores ridículos los que luego nos meten en problemas, ya que después de todo, el amor es ciego, y lo defendemos a ciegas. Y hago un punto y aparte aquí: no habló de ese amor sincero cómo con miss Gina, ni del que uno tiene con sus seres queridos. No, este es el amor hacia algo o alguien quien no nos corresponde, a quien no le interesa el que estemos allí y para quienes, al final, somos un mero número. Somos usados vilmente por nuestros amores ridículos con los que no podemos salir a cenar, ni ir al cine, ni caminar por la playa, pero que sin embargo, sufrimos por ellos, nos preocupamos por ellos y hasta nos peleamos por ellos.
Dentro de esta categoría de amores ridículos caen los políticos. Por alguna razón, nos convencen (o por lo menos me convencen a mi, siendo que soy todo un facilote) de que son como nosotros y de que quieren lo mismo (unos tacos al pastor, una chela, la paz mundial y de que todo mundo tenga las misma oportunidades) y nos enamoramos de ellos. Llámese fulano o perengano, joven o viejo, de izquierda o de derecha, hombre o mujer, pero nos enamoramos y depositamos, en ellos, toda nuestra confianza. Les entregamos nuestro corazón. «Pero es que fulano si es distinto» argumentamos. Amores ridículos, digo yo.
Aunque nuestros amores ridículos cometan errores (como podría ser perder la Serie Mundial) siempre los terminamos perdonando (no así a miss Gina) y encontraremos una manera para seguirlos adorando, y siempre encontramos alguna excusa para continuar el idilio. Acá, hay quienes siguen enamorados del Innombrable, aunque según las encuestas, cada día en menor porcentaje. A estos enamorados, ningún Tweet es lo suficientemente ofensivo, ninguna declaración (racista/separatista/idiota) lo suficientemente desatinada, ninguna colusión de sus colaboradores con los Rusos lo suficientemente comprobada, como para desamarrar ese nudo que el amor ridículo unió.
La verdad es que hacemos lo que sea por esos amores ridículos, inclusive el defenderlos con argumentos y rituales que parecerán extraños a terceros.
Mi esposa, por ejemplo, dice que soy un absurdo, que nada tiene que ver, pero creo que vive equivocada. Ustedes juzgarán, pero la cosa es que de las tres veces que he visto un juego en esta Serie Mundial (llevan jugados cinco) los Dodgers han perdido los tres. Las dos veces que no he visto ni un lanzamiento, han ganado ambas. No soy supersticioso, pero en definitiva no voy a ver un solo lanzamiento del juego de hoy en la noche. Eso, y tampoco me he bañado en dos días, a ver si con eso volteamos la Serie.
El pelo en la sopa es que acabo de ver una foto del Peje portando una playera de los Dodgers, de las conmemorativas que cuestan US134.99, lo que me conduce a pensar que comparto con él, este idilio. Dada esta revelación, no sé si tendré que replantearme mi amor ridículo. Cuando menos, no aparece fotografiado junto a miss Gina.