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Writer's pictureMiguel Esteva Wurts

Barcelona la bella


Debió haber sido distinto. Por supuesto que debí haber escrito de cualquier otra emoción. Cuando salí del taller estaba yo seguro de lo que iba a escribir, como lo iba a plasmar, como se los iba a contar. Iba yo a empezar platicándoles de como el taxista -perdón, el uber driver porque ahora todo se rebautiza, y ya no son taxistas son uber drivers, ya no son telenovelas, son series- total, les iba yo a platicar de como el uber driver, el que me regresó a mi casa me tenía apanicado y pensé, tendré que escribir de miedo, de esa emoción, ese terror que te invade cuando vas en el asiento trasero del Toyota y detectas que el chofer ignora las leyes elementales de la física y decide, ¿porque no? dejar el volante fijo, en la misma posición como cuando empezó a dar la vuelta en una curva en plena 281, como si el mismo coche se enderezaría solo para encontrar el mismo su propio carril, o como el conductor ignoró los letreros de alto en las esquinas, como si los reglamentos no le aplicaran ni a el, ni a su Toyota. O debí haberles platicado de esa emoción de cariño paternal que me sobrecogió cuando mi hijo menor, el de doce años, me comunicó, en medio de sorbos de mocos y de llanto acongojado, de lo mal que le había ido en el examen de matemáticas el que tomó para tratar de saltarse el año, o de la misma sensación de impotencia que sentí cuando mi primogénito me dijo, en ese tono de voz que usa ahora porque sabe de lo que se trata la vida porque ya tiene diecisiete años, que lo habían vapuleado en su partido matutino de tenis para el cual llevaba semanas practicando, o me gustaría haberles compartido la emoción que sentí cuando llegó mi segundo hijo y me contó como le había ido en su “prep day”, su día de preparación previo a entrar a la preparatoria, y me hubiera encantado el poder transmitirles esa emoción, esa agridulce emoción de ver a los hijos ir creciendo ir enfrentándose a los altibajos de la vida, o también me hubiera gustado el poder transmitirles esa emoción tan especial que es sentir como se desliza una tarde perfecta: una sabrosa conversación con mi mujer, seguida por una ida a la alberca de la colonia y encontrárnosla casi vacía, para después regresar a cenar a la casa, la de ustedes, y echarnos unos tacos que me recordaron a tantas otras tardes perfectas. Esa emoción de satisfacción total, de sentir que a pesar de todo lo que pasa a nuestro alrededor, todavía hay tardes perfectas. Pero no puedo. Me quedo prensado con una sola imagen, un solo pensamiento, una sola emoción. La de todas aquellas familias, de todos los papás como yo que hoy ya no cenaran con sus hijos, o todos esos maridos que ya no podrán tener esa tarde perfecta, o todas esas mamás que habrán esperado horas enteras a que sus críos llegaran a cenar solo para darse cuenta, al momento de estar poniendo la mesa para poder compartir un pan catalán en familia, de que esa tarde, esa misma tarde sus hijos, quizá tres como los míos, se habían despedido de ella con un simple «hostia madre, tu tranquila que solo vamos a Las Ramblas a pasar la tarde» y no puedo mas que acordarme de las tardes perfectas que me pasé allí, en Barcelona la bella, en Las Ramblas con mi familia, mezclándonos entre juglares, turistas, curiosos, entre gente de todos los colores, orígenes y creencias, entre gente que hasta ayer, habían caminado por la bella Barcelona sin tener que preocuparse de los coches que circulaban a su lado. No puedo mas que pensar en todos esos jóvenes que ayer estaban allí, y los veo: chavos de la misma edad que mis tres hijos, los veo caminando, los veo tonteando, curioseando, empujándose, jugueteando. Los veo tropezándose, como a los míos, los veo separados de sus padres, los veo caminando unos metros mas adelante, tratando de estirar el cordón. Caminan adelante de sus padres porque, aunque esos chavos como el mío de diecisiete que sabe de lo que se trata la vida ya son maduros y ya dominan, igual quieren ver a los magos, quieren que les lean las palmas de las manos, que un caricaturista dibuje su rostro. Los veo, a mis tres, queriendo olvidarse de cuando eran niños y andaban prensados de nuestras manos. Los veo perfecto. Son mis tres chavos. Caminan allí, adelante de nosotros, sin preocupaciones, viendo todas las miles de porquerías que se venden en Las Ramblas: bolsas Gucci, mascadas Fendi, relojes Rolex, camisetas que rondan entre lo idiota y lo pornográfico. Y los veo, a los tres, cuando de repente y detrás de ellos, escuchan un algo que no distinguen, ni saben que es porque han tenido la suerte de nunca haber escuchado gritos de terror, lamentos que salen roncos y ciegos desde decenas de gargantas que corren sin saber a donde, y que, cuando se dan cuenta, los tres están en el piso, sin saber porque , ahora respiran rápido, aspiran aire, no sienten sus piernas, sus brazos y que solo ven una imagen borrosa de su mamá, de su papá, esos tres que ahora, en el piso, tirados, caen en cuenta de que esas bocanadas para tratar de atrapar oxígeno ya de nada les sirve. Y lo veo. Lo veo perfecto. Los veo. Como si estuviera yo allí. Porque soy yo con mis tres hijos. Soy yo con mi esposa. Veo a los tres enfrente de mi, corriendo, husmeando, riendo, descubriendo. Veo como le dicen allá, “la furgoneta”. Y no entiendo porque, en la bella Barcelona.


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