Cual furúnculo, hay algo muy enterrado dentro de mi que le gustaría decir que el libro que cambió mi vida fue el que papá nos leía todas las noches. Pero no es así.
La mayoría de mis memorias de aquella época son buenas, o sea que no es una queja, pero hay que ver que la sierra poblana ofrecía pocos atractivos en los años setenta para el hijo pre adolescente de un pastor menonita desplazado de Utah. Menos diversiones había aun, en la ranchería perdida donde mi papá decidió establecer la comuna. Obvio, en casa no teníamos radio, menos aun televisión, y en las pocas casas en las que había tele en el pueblo, sólo llegaban dos canales, y la de por si muy borrosa recepción se interrumpía totalmente durante la temporada de lluvia.
Así que cuando llegó mi tía, Lizzy Bennet, a visitarnos a medio año, mis hermanos y yo lo celebramos hasta cansarnos. La hermana de mamá no formaba parte de la comunidad. “Se extravió”, sentenció papá con su ronca voz de predicador, “mas no me cabe la menor duda de que nuestro Señor le marcará su camino de vuelta”. Las palabras de papá jamás las poníamos en tela de juicio.
Llegó justo antes del atardecer. Entró a la casa cargando una enorme maleta y vistiendo unos jeans azules con parches de flores de distintos colores, calzando unos enormes zapatos de madera todos enlodados. Aunque hacía mucho que no la veíamos, todos corrimos a abrazarla. Nos inundó de besos y nos dijo mil veces lo mucho que nos extrañaba, admirando en voz alta lo mucho que habíamos crecido desde su última visita. Después de un rato, papá nos señaló que ya era hora de dormir y se dispuso a leernos, tal como lo hacía todas las noches. Le pidió a mi tía Lizzy que nos acompañara en la lectura, lo que ella hizo sin chistar.
Habrán sido no más de cinco días los que estuvo con nosotros la tía Lizzy. Ya nunca la volví a ver después de que se subió al autobús aquella mañana congestionada con neblina. Llevaba puestos los mismos jeans y los mismos zapatos de madera clara. Aquella noche, papá no nos leyó, nos aleccionó de los peligros que acechaban una vida disipada como la de la tía Lizzy. Nunca más se volvió a mencionar su nombre en la comunidad, ni siquiera entre mis hermanos. Eso sí, apenas puse mi cabeza sobre la almohada, mientras papá nos hablaba, sentí el bulto. Hubo algo dentro de mi que me previno descubrirlo en ese momento.
El libro que me dejó mi tía Lizzy lo abrí hasta que estuve sólo. Olía a ella. Una combinación entre vainilla, flor de magnolia y humo. Aun ahora, si pego fuerte mi nariz en cualquiera de las páginas del libro, puedo oler los aromas que me remontan a la visita de mi tía Lizzy. Nunca me atreví a preguntarle a mis hermanos sí era que a ellos también les había dejado un regalo semejante. Ellos aun viven dentro de la comunidad y se incomodan con ese tipo de preguntas.
Eso no quita que los pase yo a visitar de vez en cuando, y que siempre deje debajo de las delgadas almohadas de alguno de mis sobrinos, una copia del libro que, en efecto, cambio mi vida. Nunca lo firmo, y sólo me alegro cuando me saludan y se despiden de mi, preguntándome a gritos usando el nombre que adopté cuando me escapé de casa y me trepé al destartalado autobús amarillo que me trajo hasta la ciudad en búsqueda de una aventura, ¿Cuándo regresas a vernos, Luigi Vampa?