Índice
5. Venga ver a SeRfin
6. mal árbol
7. Gaugin
8. Paquetes
4. Bodie, California
Al pueblo fantasma de Bodie al este del Estado de California, enquistado en plena Sierra Nevada, a treinta millas al norte de Mono Lake, se llega atravesando un marcador en las laderas a las afueras de Dog Town que lee “El borde de un sueño”.
A Dog Town arribaron los primeros exploradores buscando oro a mediados del siglo diecinueve. Seca aquella beta, los exploradores se desperdigaron cual cucarachas hambrientas en búsqueda de la siguiente.
Así surgió el pueblo minero de Bodie.
Pero a todo le llega su final. El de Bodie llegó en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando los últimos habitantes del pueblo huyeron de este lugar, creado por Midas, olvidado por los dioses.
No qué este desenlace fuera inesperado, era evidente desde muchos años atrás que aquel pueblo estaba condenado. Las cantinas, hoteles, tiendas de abarrotes, que tan solo sesenta años atrás bullían con la testosterona hirviente de cientos de hombres desenterrando fortunas, ahora estaban desiertas. Para los pobladores quienes aun permanecían allí a mediados del siglo pasado, el que los aviones japoneses hubieran bombardeado o no el puerto de Pearl Harbor, resultaba irrelevante. Esos últimos residentes, como el pueblo que dejarían, ya estaban desahuciados. Los habitantes llevaban casi medio siglo de estar abandonado el lugar, dejando que casas, iglesias, hoteles, bancos y los molinos se convirtieran en palos de madera podrida, a duras penas sujetados por clavos oxidados.
Para ese verano de 1942, año fatídico para el pueblo de Bodie, la última familia que permanecía atrincherada buscando encontrar alguna última pepita de oro, se trepó a su destartalado Ford Modelo 48, y sin nadie de quien despedirse, emigró, huyendo de aquel pueblo maldito.
Aquella familia, como tantas otras lo habían hecho antes, dejó atrás todas sus pertenencias, vajillas, muebles, recuerdos, fotos.
“Lo que es del pueblo de Bodie, pertenece al pueblo y debe quedarse en el pueblo de Bodie” había sermoneado durante años el párroco de la Iglesia Luterana, intentando mantener a raya la avaricia de los visitantes. Pero no eran palabras necias las del párroco, la leyenda era clara: cualquiera que de Bodie se llevara cualquier objeto, que tuviera en su haber cualquier objeto perteneciente al poblado de Bodie, sería perseguido, rondado y vengado por el fantasma de W. S. Bodey.
El pueblo de Bodie no había por supuesto, nacido con aquella condena. No había tal embrujo en octubre de 1859, cuando, en plena fiebre por el oro californiano, W. S. Bodey, originario del pueblo de Poughkeepsie en el estado de Nueva York, fue infectado por la codicia provocada por el elemento sagrado. Con la hinchazón engendrada por la fiebre que contagió a gente de toda índole y clase social, W.S. Bodey le avisó a su esposa, Sarah Bodey, que la dejaba en su natal Poughkeepsie a cargo de sus dos pequeños hijos, para irse a buscar fortuna en forma de pepitas doradas.
«Regreso cuando regrese», le avisó.
En un remanso del Río Willow en un valle en California, fue donde W.S. Bodey llenó su primera tinaja con oro. En pocas semanas, acumuló tanto como pudo sin compartir la noticia con nadie excepto con su recién adquirida acompañante, una nativa a quien de seguro no le platicó acerca de su esposa Sarah ni de los dos pequeños que había dejado atrás en el pueblo de Poughkeepsie.
Aquel otoño, junto con todo su oro, W.S. Bodey fue atrapado y sepultado por una inesperada tormenta invernal. Su cuerpo, el de su acompañante, y todo el oro que habían acumulado, fue encontrado con el deshielo primaveral por siete mineros quienes pasaban por la zona. Inspirados por aquel descubrimiento, y no queriendo deshonrar demasiado a W.S. Bodey, aquellos mineros con mala ortografía pero con peores intenciones, fundaron el pueblo de Bodie, repartiéndose entre ellos el oro encontrado sepultado al lado de W.S. Bodey, razonando que ya no le serviría en la siguiente vida.
Habidos con suficiente oro como para establecerse cual honorables hombres de negocios en lugares menos inhóspitos, aquellos siete mineros dejaron el agreste poblado entremetido entre las montañas, llevándose todo el oro del que habían desposeído al finado W.S. Bodey. Llenaron sus sacos con aquel oro, lo cargaron en sus mulas y sin palabras de despedida, emprendieron a distintos puntos a encontrar, lo que estaban seguros, sería una vida próspera. Uno a uno las historias de estos mineros, ahora convertidos en comerciantes, fabricantes, hombres de bien gracias al oro encontrado por W.S. Bodey, se leen trágicas: familias destrozadas, fortunas perdidas, vidas corrompidas, enfermedades incapacitantes. Uno a uno, lo acumulado a través de un supuesto despojo por aquellos hombres quienes entendían no haber hecho nada mal, se fue desperdigando por la creciente nación norteamericana, infiltrándose en todos sus recovecos.
Ojalá allí hubiera acabado todo, pero la maldición parece no tener final. No era necesario que quienes se fueran del pueblo lo saquearan, no, tan solo llevarse los artículos que ellos habían traído consigo parecía provocar la ira del fantasma de W.S. Bodey. Sabido era que apenas salía la familia X o Y de Brodie con sus únicas pertenencias terrenales, fuera una vajilla, tenedores viejos, retratos de los abuelos, que regresaba la noticia de como su carreta se había volcado, apachurrándolos; o que su procesión había sido atacada por bandoleros, matando a algún familiar en su intento por desfalcarlos; o quienes al llegar a sus nuevos aposentos en el puerto de San Francisco o de Seattle, su casa con todas sus pertenencias, se quemara.
W.S. Brodey ni perdonaba, ni olvidaba.
Esa era la historia, casi palabra por palabra, que el guardabosque encargado del Centro de Turistas del ‘Parque Histórico Estatal de Bodie’, John Gutierrez, contaba a quienes visitaban el pueblo fantasma de Bodie, en el estado de California, advirtiéndoles a los turistas de que llevarse alguno de los artefactos exhibidos dentro de las casas, bares, banco y molinos en lo que ahora era el pueblo museo, conllevaba a arrastrarse con ellos, la maldición vengativa de W.S. Bodey.
3. El Alien
—No te voy a mentir Mickey —me dijo — cuando Henri me avisó que se salía de su chamba con los de Ybarra, lo quería matar. De allí, todo a la chingada. Y aquí estamos. Pero cuando me dijo, es que lo mato, te juro. Sabía que terminaríamos así. Sabía.
Adelaida Fuentes suspiró. Es de las pocas personas, fuera de mi familia, que me llaman por mi apodo.
Le dio un trago a su whisky. Nomás anda agarrando vuelo, pensé.
Lo bebe en las rocas. Me había ofrecido, pero era temprano. Aparte, no soy de whisky.
—Ese año fue rete duro para nosotros. Empezó bien, o sea equis. En febrero me di cuenta de que estaba embarazada. A mi edad, imagínate. Que ridículo. Me había quitado de las pastillas porque pensé, ¿a mi edad? Tampoco es como si en “ese” departamento, ya sabes, fuéramos veinteañeros. Neta, nunca fuimos.
Entre Ade y yo nunca han habido penas, pero la visual de su admisión me hizo sonrojar.
—Inesperado, ¿para qué te digo que no? Y bueno, a esa edad, no peligroso, lo que le sigue. Mi ginecólogo sugirió checar, ya sabes, que me hiciera una amniocentesis, confirmar que todo viniera bien.
A Ade la conozco desde que éramos adolescentes.
Fuimos "mejores amigos" hasta que Billy Crystal y Meg Ryan nos aseguraron que eso de ser “solo mejores amigos" entre hombre y mujer era imposible. No sé si coincidió, pero nos alejamos.
Nos conocimos en alguna de esas fiestas en las que terminabas en el departamento de quiensabequien, de esas noches que empezabas trepándote al coche de “X” amigo, que porque estaba enterado de que había una fiesta en tal lugar pero que luego resultaba que la fiesta era de paga y nadie ni llevábamos lana ni conocíamos a los dueños de la casa para que nos hicieran el paro, así que alguien más decía que había escuchado que había una reunión en casa de no sé quien, nos trepábamos de regreso al coche, recorríamos mitad de la ciudad y llegábamos a un depa de quiensabequien quiensabedonde. Esa noche, cuando conocí a Ade, estábamos en un depa’ en alguna de las avenidas grandes de la Del Valle, esas que luego convirtieron en Ejes Viales. Jamás fui de ligar en fiestas, o sea que imagínate, yo con mis cuates, chela en mano, semi escondido de las chavas. No sé si era el tema del acné el que me cohibía. Chance. Chance porque siempre he parecido más chavo de lo que soy. Da igual.
La cosa es que estaba chela en mano cuando esta chava, flaquita, vestida como recién salida de escuela de monjas, se me acercó a platicar. Ella niega que fue ella quien se acercó, que fui yo quien inició el contacto. Pero eso no sucedía, yo me hubiera quedado en mi esquina, discutiendo Nietzsche como si hubiera vivido entre sus bigotes.
Ella bebía un wine cooler. «Asqueroso» se quejaba, aunque tragándoselo como si fuera agua de horchata.
Platicamos horas esa noche. Horas.
No recuerdo quien fue mi ride de regreso esa noche. La neta, mis Jefes eran bastante light en cuestión a mi hora de llegada, no sé si porque confiaban en mi, o porque con tanta chava adolescente en casa, la menor de sus preocupaciones era el nerd de su hijo. Era cuando la ciudad no era violenta. Por lo menos en los círculos... en las colonias por donde circulábamos. Ya después llegó la violencia. No cuando navegábamos el DeFe buscando fiestas. La cosa es que desde esa noche conectamos, Ade y yo. Platicamos horas nuestras nerdadas. Desde el arranque entendiéndonos nuestras tonterías. Todavía cuando nos juntábamos con ellos como parejas a cenar, AnaP siempre se quejaba de que Ade y yo viviamos en nuestro planeta de nerds, hablando de libros, pelis, retándonos a ver quien sacaba la referencia más obscura, el escritor más recóndito, o discutiendo acerca de algún personaje secundario en, no sé, Pride & Prejudice. Antes de que ella escribiera su blog y creara su círculo de lectoras, intercambiábamos la lista de nuestras lecturas. Eso, como tanto otro, lo perdimos.
Cuando Henri renunció a su chamba dejamos de salir con ellos. Ade dándonos todo tipo de excusas, hasta que no insistimos más, dejamos de buscarlos. Me conoces lo suficiente para saber que no soy bueno para “los cambios”, y ese dolió. No sé si fue porque dejaron de tener cash, o a Ade le dio cosa salir con esta iteración de Henri, del Henri artista, del Henri desempleado. No sé.
—Lu tenía trece— continuó Ade, arrullando su whisky— estaba más que ilusionada con la llegada de su hermanito. Hasta le dimos chance de escoger el nombre. “El Alien”, lo bautizó cuando vio el primer ultrasonido. Nosotros aun no pensábamos en un nombre, y no hubo cómo convencerla de pensar en otro. El Alien. Hasta le compró un mono de peluche, un marcianito verde y anduvo buscando hasta que encontró un papel tapiz llenó de OVNI’s para su cuarto. El Alien. Ya no hubo porque buscarle otro nombre, fue el único que tuvo… mi gordo. Traía una cosa llamada, Tay-Sachs… maldito nombre se me quedo grabado. Ni chance iba a tener, nos aseguró el Doc. Cuando regresé del hospital le dije a Lu que no habría un Alien en el otro cuarto, que seguiríamos siendo solo nosotros tres.
—Hasta que le regalamos al Félix, el gato.
Los hielos flotaban en el whisky. El vaso sudaba encima de una mesa de madera de patas largas y curveadas.
—Fueron días nefastos esos. Te ilusionas, por más que lo niegues. Y luego llegó Henri con su chistesito de que estaba harto de trabajar en Ybarra, que había hecho las cuentas y de que nos alcanzaba para que fuera artista… artista. Artista. Nunca ni lo había visto tomar un pincel… artista.
Ade me miró a los ojos, como si alguna explicación fuera a encontrar en ellos.
—Y luego esto, cuando Lu ya estaba saliendo de su hoyo con mi Alien.
2. Portero
Conozco al Henri, al Enrique Espinosa, desde hace uts’, no sé, unos cuarenta y cinco años. Maso’. Desde el primer día de clases. ¿Qué tienes? ¿Doce, trece años, en primero de secundaria? Whatever. Desde entonces.
Éramos los únicos dos nuevos. Siempre terminas acoplándote con alguien que está en tu misma situación, ¿no? Los dos nos sentamos hasta el frente del salón. No recuerdo cual fue su excusa para sentarse en la primera fila, pero la mía era mi pinche graduación ocular de que lo siguiente era aprender Braille, y porque mi Jefes me tenía convencido que sacar buenas calis’ en primero de secundaria era esencial para el correcto funcionamiento del universo. Aparte, con tanta bronca que se cargaban, no estaba para contradecirlos.
Bueno, eso nada que ver, pero desde entonces conozco al Henri.
Aparte de esos días, nunca fuimos cuates. A lo mucho, ese primer par de semanas. Luego, como sucede, cada quien jaló para su lado. Yo, a pesar de los lentes y las advertencias maternas de «pero tus ojos hijo, tus ojos» me puse de portero. Con los pies siempre he sido una vaca, pero sabía meter el cuerpo, sacrificarlo. No importaban los trallazos, yo me plantaba parando los cañonazos del Topo, quien iba un grado más arriba. No había orgullo mayor que detener los tiros del Topo y ganarles a los de segundo año. Ganarles nos convertía en dioses.
Henri nunca le entró al fucho. Eso quedó claro desde el principio. Chance solo esos primeros días, seguro advertido por su mamá de que debía integrarse. Quizá intentó jugar una, dos veces, pero perseguir la pelota no era lo suyo. No se juntaba mucho con nadie, menos jugaba fútbol en el recreo con nosotros.
Lo que sí, era un ducho en clase de arte. Siempre fue artista. Supongo por eso su decisión de hace pocos años de retirarse y convertirse en uno, a mi no me sorprendió. A Ade, uts’, otro gallo, la volvió loca. Pero en la escuela, Henri estaba en lo suyo en clase de arte.
Para ubicarte, el Edron ocupaba una casona vieja en San Angel, sobre la calle de Campestre. Allí estábamos enjaulados, desde los de primero de primaria hasta los de cuarto de prepa… nos regía el “sistema inglés”, por eso los cuatro años. La clase de arte la tomábamos en un patio externo, separado de la calle por una barda como de dos metros de alto, que se saltaban quienes se iban de pinta. Yo jamás me escapé. Demasiado nerd. En aquel salón al aire libre, habían unas mesas y bancas de cemento alineadas debajo de un árbol -un fresno, creo- y allí el profesor, un escocés con alma de mexicano pero con garganta de Highlander, nos extendía unos pliegos de cartulina blancos, asignando lo que debíamos dibujar, esperando que el fresno nos inspirara. Yo, para dibujar, soy una papa. Vamos, no te podría dibujar una carita feliz ni aunque con eso se me entregara la salvación eterna.
Pero Henri no. Era de esos quienes, desde el momento en que agarran (sí, sí ya sé, mi Jefe me regañaría, «¿qué? ¿tienes garras para “agarrar”?») la crayola, el lápiz, el pincel o lo que sea, clarito se ve saben hacía donde va a ir su trazo. Miki y Nico son así. Yo, ni madres.
Tampoco era que Henri ignorara el resto de las materias. Flotaba lo suficiente como para pasar. Tampoco era que el Edron fuera complicado.
La cosa es que después de esas primeras semanas, nos separamos. O sea, compañeros de clase, pero cuadernos never.
Todavía, un poco más adelante, quizá en tercero, me confesó que estaba teniendo broncas en mate’. Yo era mister nerd: llegaba directo de la escuela en las tardes a hacer la tarea de mate’, hasta adelantándome capítulos, no compartía su bronca. Chance por eso Henri me pidió ayuda. Chance fue su mamá quien le dijo, «ve con Miguel». No sé. A su Jefa yo le caía bien por alguna razón.
Total, Henri me pidió que lo acompañara a unas clases extras con un profesor que conocía, un alemán que vivía en un depa’ en las Torres de Mixcoac, las que están al lado del Periférico, a la altura de Barranca. Acompañé un par de veces a Henri con el profesor alemán, para que lo pusieran al día. Al profesor yo lo veía como alguien ya mayor, aunque seguro no tenía más de treinta y cinco años. Estaba casado con una sicóloga que daba clases en la Universidad y que vestía con faldas coloridas, como oaxaqueñas, y usaba blusas blancas semi transparentes que a mí nomás me distraían. El departamento olía a marihuana, aunque yo aun no reconocía ese olor, pensaba que tataemaban tortillas y chiles poblanos. A mí, esas clases no me sirvieron de nada, pero Henri siguió yendo durante años. No sé si aprendió mate’, o como bien dice mi Jefe, solo pescó malas mañas.
Ya no volvimos a estar juntos. En aquel “sistema escolar inglés” en prepa eliges “tus” materias. Por alguna razón, opté por las ciencias, él por las artes. Hasta en una escuela tan pequeña, nos veíamos poco. A las fiestas yo me iba con mi bola, él, no sé. Jamás coincidíamos.
Cuando me fui a la universidad, le perdí la pista por completo. Ni pregunté, ni supe donde terminó, ni que estudió, ni nada. Se convirtió en una anécdota poco importante. Pude haberme pasado la vida entera sin volverlo a ver, y no hubiera pasado nada.
Años más tarde, Ade me dijo que estaba saliendo con un tal Enrique Espinosa quien decía conocerme, no supe bien bien como reaccionar. Pinche Henri, pensé, espero haya cambiado.
Se terminaron casando.
AnaP y yo salíamos con ellos a cenar, maso’ seguido pero nunca de buena gana. Lo hacíamos por ella, obvio. Luego dejamos de vernos.
Cuando hace unos días Ade me contactó llorando para decirme que estaba metida en una macro bronca, lo primero que pensé fue «pinche Henri, seguro la cagaste».
1. Félix
Odiaba su nombre: Félix.
Así nomás dentro de su territorio, conocía por lo menos a otros tres peludos llamados igual. Pero así lo había bautizado Lu, así lo llamaba, así le decía cuando lo acariciaba, así decía su collar, su platito, su camita, hasta en un par de sweateres que Lu insistía en ponerle cuando según ella hacía frio.
Félix. Con todo y la tilde.
“Por lo menos no te llamas Max o Sam” le dijo aquel otro Félix. Con ese güey, aquel otro Félix, había terminado una noche a zarpazos. Si no acabaron peor fue por mera desidia, les dio hueva a media pelea y hasta allí llegaron. Ahora se llevaban bien, Félix y aquel otro Félix: compartían noches, orgías, parrandas. La bronca fue por una fémina, obvio, una gatota, ojos bizcos, azules, y como decía aquel otro Félix, “una
cola que te cagas de buena”. Se manejaba con el nombre de Bastet, la gata de origen mediterráneo que vaya como exhibía su cola, esponjosa, tricolor, larga, levantada, con aroma de ser trabajada de manera obsesiva. Bastet. Por el amor de aquella diosa. Ambos suspiraban cuando la recordaban. Había otras, obvio, pero ninguna otra con aquella cola. Estaba la del A-401, que vamos, estaba bien, pero su cola era una pinche
varilla. Pinche varilla. Al final, a pesar de las ofertas postuladas por Félix y aquel otro Félix, Bastet había acabado con un güey, con buena labia, pero que ni era del territorio. Así sucede, concluyeron resignados Félix y aquel otro Félix. Habrá otras, dijo aquel otro Félix. Claro, no aceptaron su derrota sin que antes Félix y aquel otro Félix hubieran chillado sus penas hasta que un vecino les grito que se callaran, aventándoles una lata de sardinas, misma que, como descubrieron, todavía guardaba restos del pesca-
do portugués enlatado.
Pero eso había sido hacía meses.
Ahora Félix estaba solo, trepado sobre una jacaranda en una rama muy arriba en aquel árbol, no estaba ni con aquel otro Félix, ni rondando gatas. Estaba él, solo, sin poder quitarle el ojo a aquel maldito destello que brincaba en el piso, de un lado al otro sin ton ni son. Imposible no estar obsesionado. Desde la otra noche habían divisado aquella extraña fosforescencia, él y aquel otro Félix. Ya hubiera bajado, investiga-
do a ver que onda, pero el área estaba bien protegida, el sitio donde bailoteaba aquella iluminación estaba custodiado por un par de bestias que tenían facha de ser dos tres agresivos, de esos entes que, de tener pulgares, fumarían, levantarían pesas, beberían cerveza barata, tendrían tatuajes de su equipo de fútbol favorito en bíceps sobrecrecidos y mentarían madres por cualquier cosa. Pero aquellos entes, los vigilantes, ni tenían pulgares, ni bebían alcohol: solo tomaban agua de un plato que alguien les rellenaba todas las mañanas. Al jefe de la pareja le decían El Sultán, al otro solo se referían a él como pendejo. Aquella noche, cuando habían descubierto la luz, aquel otro Félix le había recordado, previniéndolo “acuérdate hermano, acuérdate lo que al final siempre nos mata, a huevo que nos mata hermano.”
Por supuesto Félix sabía lo que al final siempre los mataba. Recién llegado, Lu lo prevenía, recordándoselo como si fuera un juego, como si Félix fuera un idiota. “Ten cuidado mi Félixito precioso, no te andes investigando todo, porque ya sabes que es lo que los mata”. Aun así, cuando Lu lo dejaba solo en el depa, Félix tenía la manía de revisar cada pinche espacio, rascar cada puta esquina, treparse a cada mentado recoveco. Era como era. Aunque lo terminara matando pues.
Tenía que curiosear, aunque pareciera un suicidio premeditado.
Ahora, mientras media el salto para brincar y acercarse a ver de cerca aquella refulgencia, Félix se estiró.
“Igual me quedan cinco” calculó, descontando de manera automática la vez cuando se enredó en el cable eléctrico quedando colgado del pescuezo, y cuando la moto, la que siempre traía el tributo que Lu después le ofrendaba, lo pescó y enredó entre sus llantas.
Pero iba más allá de sus fuerzas: la luz, aquel reflejo custodiado por El Sultán y pendejo. El resplandor aquel lo jalaba. Ven ven ven animalito ven, le decía una y otra vez, ven ven ven. Una y otra vez.

